Diversidad y representación en la literatura

Relato semana 5. La última travesía

Pues he regresado con ansias locas por estrenar el relato de la semana 5. Sé que estoy retrasado pero estas semanas estuve dedicado al trabajo en la oficina, que hasta ahora está volviendo a tomar forma.

El reto dice de esta manera: usa la frase “En el oeste se encontraban las ciudades de los muertos” para hacer una composición creativa. 

No sé si habrán leído el buen relato que Roberto Caldera creó a partir de ese comienzo, pero he decidido tomar la base de su historia para crear uno nuevo. Digamos que es un fanfic de El muro, y, aunque no es necesario, leer el relato de Roberto puede ambientar un poco este.

Sin más, 

La última travesía 

En el oeste se encontraban las ciudades de los muertos, y, si bien en la aldea decían lo contrario, estaba segura de que en esas tierras hallaría a mi hermano. 


—¡Peta! ¡Genara! ¡Espérenme! ¡Caminan muy rápido, chicas!
—O caminas muy despacio, Jaro —contesté apoyándome en el hombro de mi mejor amiga.

Nos observó con el rostro rojo como un tomate y sonreímos. Jaro tendría apenas nueve o diez años y supuse que en su vida jamás había abandonado el muro. Por nuestra parte, aunque Peta y yo acabábamos de cumplir los quince, desde que se popularizó la noticia de que era posible atravesarlo, con los otros chicos nos la ingeniábamos para encontrar fallas entre los ladrillos y escabullirnos al exterior sin que los ancianos se enteraran.

—¿Están?... ¿Están seguras de que no nos sucederá nada? —preguntó el pequeño comiéndose las uñas—. Dicen que aquí afuera hay fantasmas y monstruos… y que las plantas te pueden tragar de un mordisco.
—Son historias que inventaron para asustarnos, Jaro —contestó Peta observando el amanecer—. Como cuando papá y mamá decían que si no nos dormíamos temprano nos raptaría el Hombre Barba ¿Recuerdas? Siempre tienen una leyenda para todo. 
—Pero dicen en el templo que el hermano de Genara nunca regresó de esas ciudades a donde vamos —balbuceó—. Y la chica maldita…
—¿Laila? —pregunté.
—¡No la nombres! ¡Dicen que ella aparecerá y te maldecirá! —exclamó saltando.
—Laila, Laila, Laila —sonrió Peta ante un lívido Jaro, que respiraba cada vez más rápido y observaba hacia todos lados—. ¿Ves a la chica maldita por aquí? No, ¿verdad? No seas tan ingenuo, hermanito. Además, bien merecido lo que le hicieron a esa Laila cuando la expulsaron de la aldea. Estoy convencida de que ella abandonó a Neko en esa ciudad. Es una traidora maldita. Y eso que dicen que eran novios.
—No le prestes atención, Jaro —susurré alborotando su infantil cabello rojizo. Él cerró los ojos y se acurrucó a nuestros pies.
—Buuuuu —Peta agitó las manos hacia el niño—. Soy Laila, la niña maldita. Buuuuu.

Su madre era la encargada del corral de aves, por lo que al ser la mayor, Peta debía cuidar del patoso de Jaro, que más que un niño parecía un anciano quejumbroso y «preocupón». No obstante, los envidiaba, pues tras la muerte de nuestros padres Neko se había convertido en mi única compañía y verlos juntos era nostálgico.

—¿No pudiste llevarlo al templo?—susurré alejando a Peta—. El maestro pudo quedarse con él. Jaro es una carga.
—Hoy es luna llena y sabes cómo se ponen en la aldea —musitó ante la mirada inquisitiva de Jaro—. Pero no te preocupes, no dirá nada a nadie. ¿Verdad, hermanito?
—Ehhh… no, no diré nada —respondió sobresaltado—, no quiero que digan que soy un niño maldito.

Aceleramos el paso hasta alcanzar una pared impenetrable de maleza amarilla que nos obligó a cambiar de ruta. Sin detenernos ante la negativa de Jaro, caminábamos ocultándonos detrás de los abedules hasta alcanzar un sendero de piedra triturada que se abría paso a través de la montaña.

—¡Tengo mucha sed! —gritó Jaro y le acerqué el odre con tal de evitar una de sus usuales pataletas—. ¿Estamos perdidos? Cof, cof, cof…  Ya no alcanzo a ver el muro desde aquí… Peta, creo que me voy a desmayar.

Llevábamos toda la mañana caminando bajo el inclemente sol. El sudor recorría nuestros cuerpos y teníamos la frente chamuscada. Peta sentó a Jaro sobre una piedra y se alejó un poco, observó su propia sombra y, tras varios minutos de meditación, levantó el pulgar esbozando una sonrisa bestial.

—No estamos perdidos. El oeste es nuestro.

Asentí con la cabeza. Aunque me dolía la boca del estómago, quería aprovechar el día para avanzar todo lo posible. 

El sendero de piedra triturada subía y subía, ondulante y sinuoso como una serpiente entre la montaña. Decidimos turnarnos para llevar sobre los hombros a Jaro y al poco tiempo las piernas me temblaban. Era un viaje silencioso, con nuestros pasos retumbando contra el camino rocoso y el jadeo de nuestra respiración simulando una entretenida conversación. Hubo un momento en que la mandíbula de Peta se sacudía y pensé en decirle que regresáramos.

 —Mira —Señaló.

La roca a ambos lados del camino había sido tallada y prominentes figuras humanas de ojos sombríos nos observaban. Fríos, desnudos, con los brazos cruzados o elevados al cielo, empezaban a aparecer en cada recodo. Jaro cerró los ojos gimoteando.

—¡Quiero regresar a la aldea!
—¡Cállate! —Peta regañó a Jaro y se acercó a mi oído—. Genara, tengo miedo. 
Era la primera vez que los hermanos estaban de acuerdo en algo.
—Te entiendo, pero ya estamos cerca.
—¿Cómo lo sabes? Hemos caminado y caminado sin encontrar nada. Y ahora… esto —Con la cabeza indicó varias figuras que estaban arrodilladas en señal de adoración—. A pesar de que estamos en el oeste, no creo que por aquí se llegue a las ciudades. 
—Debo continuar, Peta. No preguntes cómo lo sé pero siento que algo me está llamando —Observé al abatido Jaro, que tenía el rostro clavado en la espalda de su hermana—. Si quieres regresar no hay problema, continuaré sola.

Como era de esperarse accedió a continuar a mi lado, no por nada éramos mejores amigas desde que teníamos memoria. Sin embargo, a medida que avanzábamos, el camino se hacía más estrecho y plano, como si la montaña se fusionara y volviera a ser una sola. El sol ya no se reflejaba sobre nuestras cabezas y nos detuvimos.

—Allí —dije señalando una cueva, mientras que la voz en mi cabeza me invitaba a entrar. ¿Podría ser Neko quién me llamaba? Debía saberlo. Aunque Jaro puso mil reparos, dejamos atrás el sendero y de un momento a otro fuimos consumidos por la oscuridad absoluta de la gruta.

Tropecé y debí apoyarme en la pared a mi derecha. Peta tomó mi mano y la apretó con fuerza. Si existía el fin del mundo este debía serlo, ya que por más que lo intentaba, no lograba visualizar nada. Era como si la penumbra lo hubiera engullido todo a su alrededor. 

—Esta es la boca del mismo infierno —susurró Peta.
—Shhhh —dije agudizando el oído—. ¿Lo escuchas?
—¿Escuchar qué?... —jadeó—. Mis oídos van a estallar y la oscuridad me oprime el pecho… ¡Me estoy ahogando! ¡Y ese olor! ¡Qué asco!
—¡Regresemos! —imploró Jaro—. ¡Por favor! ¡Siento que algo me está tomando por las piernas!
—Les juro que estamos cerca… —dije dando pasos amplios y altos para no tropezar mientras que con la mano libre tanteaba—. No se preocu…
El desgarrador grito de Jaro atravesó el manto lúgubre de la cueva y Peta me jaló hacia atrás de forma violenta.
—¡Jaro! ¡Jaro! —Su voz estaba mezclada con llanto.
—¡Qué sucede!
—¡Se han llevado a Jaro! —gimió arrastrándome hacia ningún lugar—. ¡Genara! ¡Mi hermanito! ¡Lo perdí!

En algún momento nuestras manos se soltaron y la voz de Peta retumbó en diferentes lugares. Una vez estaba a mi derecha y luego a mi espalda. Tropecé y caí tantas veces que las rodillas me dolían.

—¡Peta! ¡Peta! —No podía perderlos ahora, cuando más cerca estaba—. ¡Peta! ¡Jaro! ¡Peta! ¡No puedo verlos!

De pronto, alguien me abrazó por la espalda. Eran brazos fuertes y cálidos que contrastaban con la gélida tenebrosidad que me rodeaba. Quise gritar pero esa extraña fuerza apaciguaba cualquier impulso. Los gritos de Peta se volvieron débiles y lejanos, como un eco.

—Cálmate, Genara —La reconocí. Era la voz que me había acompañado durante todo el viaje—. Te estaba esperando. Soy yo, Neko. Tu hermano. No puedes verme, pero yo te contemplo como si estuvieras en la mitad del sol.
—¿Neko? —Su cuerpo impidió que me desvaneciera y sentí que mi estómago se revolvía. Era real, era mi hermano—. ¿En serio eres tú? ¡Cómo me encontraste! ¡Está todo tan…
—¿Oscuro? —susurró—. Para mí es hermoso. Si pudieras estar a mi lado, Genara, lo verías de otra forma.
—¿Qué… es este lugar?
—El origen, hermana —Su voz era melodiosa—. El origen del todo. 
—¿Y Peta? ¿Y Jaro? —pregunté.  
—Están aquí, a tu lado. A mi lado. En este mundo no hay distancias ni tiempo, solo existimos, Genara —Era tan apacible que me dejé caer sobre su cuerpo—. Es el sacrificio. Gracias a ti realizaremos el sacrificio de la sangre.
—No entiendo…
—Si quieres que vuelva contigo un alma pura debe ser consumida —Cerré los ojos con fuerza.
—¿Jaro? —Mi corazón palpitó con más fuerza.
—Es tu decisión. Ellos ya están juntos, mientras que nosotros estamos separados. Llévame contigo, hermana. Seamos felices. ¿Qué dices?
—Hermano… —Las lágrimas quemaban mis mejillas y sonreí—. Vuelve a casa conmigo.

La mano fuerte de Neko me condujo a través de mundos cada vez más oscuros y pútridos, en los cuales mi propia existencia parecía una nimiedad. Cuando finalmente abandonamos la cueva era de noche y el sendero empedrado descendía ante la imponente luna.


Neko era tal como lo recordaba. Alto, de ojos negros y nariz chata, solo que sus facciones parecían haberse endurecido como la piedra misma. Supuse que no debió haberle sido fácil sobrevivir aquí afuera. Sonreí y recosté la cabeza en su hombro.

Cada luna llena se celebraba una asamblea y todos debían asistir sin excepción, razón por la cual franquear el muro fue más sencillo de lo que habría imaginado. Corrimos tomados de las manos hasta la choza, que se había levantado en todo el centro de la aldea, y de una patada abrí la puerta principal. 

En cuanto entramos al recinto todos gritaron, señalándonos y alejándose. A decir verdad, esta bienvenida no era como la imaginaba.

—¡Lo he traído! —grité haciéndome a un lado para que pudieran verlo—. ¡Es Neko! ¡Ha vuelto!

De pronto, la podredumbre se hizo en el lugar y los pocos que no huían se desplomaban vomitando. El pánico se extendía sin que yo comprendiera por qué razón. Las antorchas, que estaban clavadas en las columnas, empezaron a apagarse una por una y corrí tratando de detener a alguien.

—¡Qué sucede! —le pregunté a uno de los ancianos, que estaba agazapado en un rincón.
—¡Nos has entregado a la oscuridad, Genara! ¡Trajiste la maldición hasta nuestra propia casa!

Al girarme, en donde estaba Neko ahora se levantaba una masa oscura que se contorsionaba sobre sí misma y que gemía consumiendo todo a su paso. 

Caminé a su encuentro. Las siluetas en su interior se retorcían en medio del tormento eterno y logré reconocer a Jaro y a Peta. Sonreían. Ahora eran sombras. Acerqué mi mano y la oscuridad ascendió por mi cuerpo enroscándose. Era tan cálida.

—Ven, hermana. Seamos felices. ¿Qué dices? Nunca más solos.

Abrí los brazos y solté una carcajada. Nunca más solos.
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4 comentarios:

  1. No puedo más que reverenciarme ante ti y este texto. Has logrado sacar las ideas de la historia principal y ampliarlas incluso mejor de lo que yo hubiese pensado.

    Nunca se me hubiese ocurrido la idea del sacrificio para poder traspasar el muro de regreso. La escena de tensión en la cueva me ha puesto los pelos de punta. Me has dejado sin palabras.

    Gracias por haberte basado en mi relato y por haber creado una continuación tan buena. Eres muy grande.

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    Respuestas
    1. Mi amigo, gracias. Desde que leí el Muro me dije que tenía que convencerte poco a poco de ampliarlo. Gracias a ti. Por cierto, entré a leer el relato del funeral y quedé acongojado. Dejé un comentario pero no cargó la página. Entraré más tarde de nuevo. Cuídate.

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  2. Vaya dilema moral, entiendo que Genara quiera estar con su hermano, pero claro, vaya precio... Muy bueno, lo he vivido.

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    Respuestas
    1. Hola Luna, gracias por pasarte a comentar. Sí, es un dilema, pero es más fuerte el amor de Genara por su hermano...

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