Diversidad y representación en la literatura

Cada demonio con su coco

Aunque el día de hoy no estaba programada la publicación de un relato, los problemas que he tenido con el blog (pueden ver que el menú ha cambiado. Sí, no es muy bonito pero no soy muy bueno con el HTML y el CSS. Pronto terminaré las modificaciones) me obligaron a dejar a un lado la entrada sobre consejos para escritores y regalarles algo más fresco, más agradable.

Tal vez no sea uno de mis mejores relatos, pero lo que ustedes están próximos a leer es la novena maravilla del mundo (les recuerdo que King Kong es la octava), pues con orgullo les confieso que es el primer cuento que escribí

Cada demonio con su coco hace parte de esas reliquias que guardas celosamente en un cofre y que de tanto en tanto tomas en tus brazos para no olvidar tus orígenes. Lo que lo inició todo. Quizás existan otros relatos de mis años impúberes, pero con seguridad los perdí en algún trasteo o mi madre los botó al carro de la basura en alguna remodelación. No lo sé y mi memoria no abarca esas épocas. 

No faltará quien lo lea y diga "vee, tampoco es que sea muy bueno el relatillo ese del demonillo ese", beba un poco de su bebida energizante y continúe "yo he escrito mejores y no tengo blog". Tal vez tiene razón, tal vez no, pero de algo estoy seguro es de que este relato tiene un lugar en mi corazón, y aunque no lo crean no le he modificado demasiado desde entonces, pues como venía diciendo, es el recuerdo más preciado que poseo de mi carrera literaria.

Y a pesar de que tampoco lo crean, Cada demonio con su coco ocupó un respetado segundo puesto en un concurso de relatos, del cual no voy a hablar ahora.



Cada demonio con su coco

Entonces, aquel ser de ultratumba se arrastró por el pasillo de la casa tan despacio que el tiempo no pareció regir su sempiterna condenación, subsistencia basada en cruel sufrimiento y abnegada corrupción. 

Sus manos, garras recubiertas de pelaje grueso y seco, se aferraron al suelo de madera y produjeron un sonido similar al de los pecadores cuando rasgan las paredes del mismísimo infierno, mientras que dos membranas traseras, filamentosas y desprovistas de músculo, se agitaron como serpientes impulsándolo hacia adelante.

Una cornamenta retorcida adornaba el aspecto tosco y lúgubre de su animalesco rostro, en tanto que de su hocico, un órgano putrefacto que se contorsionaba con vida propia y que al parecer era su lengua, se asomó amenazante, listo para atacar. El resto del cuerpo, si es que tal adefesio poseía cuerpo, era una palpitante masa ulcerosa que vomitaba secreciones mortecinas tan asquerosas como su propio existir. 

Entre gemidos débiles, tétricos y dolorosos, el engendro alcanzó la habitación principal, giró la perilla con cuidado y entró. Lo había logrado. 

La habitación principal era tan inmensa que se sintió perdido. En las paredes colgaban cuadros familiares y una gigantesca cama ocupaba la mayoría del lugar. El ronroneo de su respiración se hizo acelerado al notar las cobijas elevarse y retraerse tranquilas, en paz. Dormían y no lo habían visto. Esbozó una sonrisa siniestra y escupió una flema pegajosa sobre la alfombra. Estaba tan cerca que lo embriagaba la ansiedad. Se percató de que el ambiente estaba intoxicado con su hedor, y aunque lo dudó, decidió avanzar. La noche florecía en todo su esplendor y esta era la oportunidad que necesitaba. 

Una vez junto a la cama estiró su garra y se aferró a la sabana que sobresalía entre los cobertores. Como si fuese el quejido de un alma en pena, emitió un sonido bestial. 

―Mamá. Tengo miedo. El coco está en el armario. 
―No seas tonto, Zardock. El coco no existe ―respondió una voz gutural. El olor de su madre a flores marchitas le hizo vomitar una sustancia rancia y espesa. ―Vete a dormir o despertarás a tu padre. Mañana debe madrugar y sabes cómo se pone. 

El regreso a su habitación fue doloroso cual viacrucis pero, una vez allí, rodeado de diplomas escolares, y sentado sobre almohadas manchadas por heces resecas, tembló sin control esperando el inevitable encuentro con su némesis. Cuando tenía miedo, Zardock tosía flemas verdosas en cantidades sorprendentes. 

Permaneció impaciente bajo la mirada triste de una familia de murciélagos que pendía del tejado y su pútrido corazón latió tan rápido. En realidad Zardock poseía dos corazones, pero uno era un nido de repugnantes cucarachas que en ocasiones se escabullían por entre sus fauces. 

La espera fue eterna. El aire gélido que se colaba por la rendija de la ventana mecía delicadamente la puerta entreabierta del armario, y el rechinar de sus desgastadas bisagras señalaba el momento exacto del fin. 

Zardock contuvo la respiración y cerró sus ojos. Aquel ser emergió lentamente. 

Era un niño. Un niño perfecto. Poseía un rostro angelical y manos en vez de garras. Su cuerpo menudo e inocente exaltaba la desnudez humana como una obra de arte en medio de aquel lúgubre universo. Zardock, en cambio, era la completa personificación del gehena. 

―¿Me extrañaste? ―susurró amablemente el chico, que no sobrepasaba los cinco años. Su voz era como debería sonar el coro celestial. 

Zardock estaba aterrado. El coco cada noche le atormentaba, con esa mirada afable y su risita mortal. 

―Sí ―gimoteó mientras que un gusano verduzco asomaba a través de la sarna en su lomo. 
―Como lo prometido es deuda, aquí me tienes. He venido por ti ―Su hermosura eran clavos que herían sin piedad, y la inocencia que respiraba se convertía en veneno para la mezquina existencia de Zardock ―Sabes… me mata la curiosidad preguntar por qué me esperaste. Normalmente se esconden debajo de papá y mamá y me decepciona viajar por mugrosos armarios para encontrarme con una cama vacía. Contigo es diferente. Sí. Muy diferente. Me inquieta verte. Me inquieta mucho. Zardock… ¿No me temes? 
―Mamá dice que no existes ―Un fétido y penetrante flato se escapó. El coco negó con la cabeza mientras reía con dientes perfectos. 
―Claro, como no lo recordé ―Empezó a balancearse hipnóticamente de adelante hacia atrás, sobre los talones, canturreando una suave melodía ―La vieja historia del coco. 

Se detuvo en seco y sus ojos verdes se clavaron en un Zardock petrificado. Avanzó hacia él y acercó su tierna mano. 

―¿Crees que no existo, Zardock? 

Su cabeza infernal había sido estacada en la pared y el desmembrado cuerpo yacía entre vísceras asquerosas por toda la habitación. Sus garras, carcomidas por los murciélagos, adornaban el espaldar de la cama, y los cuernos habían sido usados para tallar una fina nota en la pared: 

“Besos y abrazos. El Coco.” 

El amasijo de sangre coagulada, cucarachas, moscas y larvas que ahora era Zardock señalaba hacia el armario, cuya puerta continuó meciéndose lenta y apaciblemente para siempre. Ahora papá y mamá, aunque demasiado tarde, le creerían.
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